Si has ido a curiosear en mi perfil de LinkedIn, habrás visto que trabajé cinco años en recursos de acogida, en centros integrales de atención a mujeres supervivientes de violencia de género y sus hijas e hijos. Tres de esos años fueron en una casa pequeña, y los otros dos en un centro mucho más grande. Hoy quiero hablar sobre cinco cosas que aprendí trabajando en la casa de acogida, lo otro es otra historia y será contada en otra ocasión.
Esa experiencia profesional ha sido la más significativa en mi trayectoria. No solo por todo lo que aprendí a nivel laboral, sino también porque, en paralelo, atravesé procesos personales muy profundos. Cinco años en recursos de acogida dan para mucho, y cuando descubrí que las psicólogas que me precedieron solo duraron una media de dos años, supe que este no sería “el trabajo para toda la vida”. La casa de acogida es como un Gran Hermano: todo se magnifica, pero a la vez, debe minimizarse para poder sobrevivir.
El tiempo allí transcurre de manera diferente. Los encuadres, los objetivos y los acontecimientos no siguen una línea recta. Como en el resto de los ámbitos, además las expectativas suelen jugar malas pasadas.
Hoy quiero compartir cinco aprendizajes de esa etapa. No son los únicos ni los más importantes, pero son los que surgen ahora, con la perspectiva que me da el tiempo fuera.
1. Primero, no hacer más daño.
Uno de los mayores retos al trabajar en una casa de acogida es asegurarse de no añadir más sufrimiento al que las mujeres ya han vivido. Aunque se tenga la mejor de las intenciones, a veces las decisiones bien intencionadas pueden generar daños involuntarios. Es aquí donde la no revictimización se vuelve fundamental. En un espacio donde las mujeres llegan con profundas heridas emocionales, es crucial ofrecer un entorno de seguridad y respeto, donde no se reproduzcan dinámicas que perpetúen el dolor. Y cuando, a pesar de nuestros mejores esfuerzos, una intervención sale mal, lo más importante es reconocerlo y reparar.
La reparación es un acto que requiere más que una disculpa superficial; es un proceso de reconocimiento honesto del daño, la aceptación de la responsabilidad y el compromiso de cambiar. A menudo nos enfrentamos a situaciones donde las decisiones son difíciles, con necesidades y prioridades que pueden contradecirse. En estos momentos, aunque los errores sean inevitables, lo que marca la diferencia es la disposición para enmendarlos, mostrando compasión tanto hacia las personas afectadas como hacia una misma. Este enfoque es vital, ya que toda relación está expuesta al riesgo de causar daño, pero lo que define la calidad de una intervención es la capacidad de repararlo.
Trabajar en un equipo que fomentaba el compañerismo y el apoyo sororo fue clave para todo lo anterior. En un contexto tan exigente como el de la violencia de género, la sororidad entre las profesionales no solo nos fortalecía a nosotras, sino que también creaba un entorno de confianza para las mujeres que atendíamos. Aprendí que el verdadero valor no reside en evitar todos los errores, sino en tener el coraje y la humildad para reconocerlos y trabajar en su reparación.
2. Pedir ayuda (y dejarse ayudar) es de guapas.
Si ya fue complejo ingresar como trabajadora en una casa de acogida, imaginen lo que implica hacerlo como “usuaria”. Esa palabra me desgasta, pero ese será otro tema. Estar en uno de estos lugares en uno de los peores momentos de tu vida es devastador, y la experiencia me ha enseñado que la mayoría de las mujeres que llegaban lo hacían sumidas en un estado de disociación constante, desconectadas de su propio dolor. Sus relatos eran prueba de lo difícil que es enfrentar el sufrimiento en soledad.
Nuestra casa era pequeña, con solo cinco plazas (sin contar a las criaturas), tres para acogida y dos para urgencias. En este espacio reducido, la estabilidad emocional siempre era temporal. Cuando una mujer comenzaba a mejorar, sabíamos que ese equilibrio frágil pronto se vería sacudido con la llegada de otra mujer en crisis. Este ciclo constante generaba un ambiente donde la recuperación parecía difícil de sostener.
En ese contexto, observé dos formas principales de afrontar el dolor: pedir ayuda o intentar lidiar sola. Aquellas que optaban por no pedir apoyo a menudo se perdían una oportunidad crucial de crecimiento. Porque el sufrimiento, cuando se comparte y se acompaña, se transforma en algo más manejable. Pedir ayuda no es solo un acto de valentía, sino una señal de fuerza; reconocer que no puedes hacerlo todo por ti misma es un paso fundamental en el camino hacia la recuperación.
3. Siempre hay una cara B (y también C, y D...)
No podemos romantizar nada porque no tenemos la verdad absoluta. De hecho, ni siquiera creo que ese concepto sea posible. Suele haber verdades compatibles, y dependiendo de la persona, encajarán mejor o peor en su sistema de creencias, aceptando o rechazando unas u otras.
En un RdA, esto se volvía evidente. Lo que en un momento parecía apropiado o una explicación plausible, pronto se desmoronaba. La razón era que la información provenía de diferentes personas, cada una desde su perspectiva y subjetividad. Me apropié del término “verdades compatibles” para describir cómo las realidades de un grupo pueden coexistir sin ser excluyentes. Yo puedo sentir dolor por X, mientras que tú puedes pensar que lo importante es Y. Ambas cosas pueden ser ciertas: mi dolor por X es real, y también lo es tu visión sobre Y.
Este aprendizaje me enseñó a escuchar en lugar de suponer, y a validar en lugar de ofrecer soluciones inmediatas. A día de hoy, sigue siendo un faro en mi camino.
4. Hacemos lo que podemos con lo que tenemos
El relato silencioso de la sala de psicoterapia en un recurso de acogida para mujeres supervivientes no es precisamente el de la supervivencia. Más bien es un relato con sabor a fracaso, pues cuando una termina ahí, significa que todos los sistemas de protección previos han fallado. El sentimiento de haber sido desterrada de la propia vida es costoso de ser digerido.
En ese contexto, el premio del desfile emocional se lo llevan la rabia, el miedo y la tristeza como personajes principales y tachan: la culpa como secundario por excelencia. Aparece entonces una idea que me viene todo el rato: “hacemos lo que podemos con lo que tenemos”. Esta frase habla de compasión, tanto hacia la situación como hacia una misma. También habla sobre el significado colectivo de los cuidados y relativiza la necesidad de perfección. Es una frase que quita culpa y pone humanidad.
Implica aceptar las circunstancias, adaptarse a ellas y seguir adelante, a pesar de no contar con todo lo que se desearía (como un mundo sin violencia ni patriarcado, por ejemplo). Para mí, esta frase representa resistencia frente al sistema opresor y sus impactos. Por esta razón es otro de mis mensajes faro.
5. Eres tu mejor maestra.
Enlaza con la anterior, porque en ese efecto dominó de violencias recibidas a veces me encuentro con mujeres que me hablan desde el aprendizaje forzado. Ponen así al agresor como fuente de aprendizaje: “me enseñó lo que no quiero”, “fue mi maestro para aprender a cuidarme”. Y a mi esto me remueve hasta las mismísimas entrañas.
No te dejes contaminar por el positivismo tóxico, cariño. Nadie te enseña a cuidarte a partir de la violencia, nadie te hace un favor tratándote mal y sobre todo: no le debes el aprendizaje a nadie. No estás donde estás “gracias a” (al agresor, a la violencia etc) sino “a pesar de”. A pesar del colega que te martirizó durante años, pudiste cuidarte separándote. A pesar de no haber recibido amor y cuidado en tu relación, aprendiste a quererte mejor. A pesar de y no gracias a significa poner el valor del aprendizaje en tí misma y en tu propia persona, precisamente la única que te va a acompañar durante toda tu vida. Así que date el reconocimiento, déjate en paz y agradécete a ti misma tus hitos transitados.